de Eduardo Galeano
Cuando lo conocí, él estudiaba Derecho y además trabajaba como una bestia. Había descubierto la fórmula de no dormir, se veía. Leía cuanta cosa le caía en las manos y le gustaba tomar vino y escuchar historias y opiniones. Era una esponja de absorber palabras, siempre callado, siempre curioso.
Un buen día él mismo descubrió quién era. Supo de golpe, como en una revelación, para qué había aprendido todo lo que sabía y a quienes iba a entregar todo lo que fuera capaz de dar en el tiempo de vida que pudiera vivir. De golpe se llenó de asco y de apuro. Fue el día en que lo echaron del empleo, porque le apagó un pucho en la cabeza al gerente, y la noche en que decidió dejar de estudiar porque descubrió que el Derecho no existía. El caballo hace al jinete y el bocado al diente: el Derecho era el derecho de muchos hombres a hacerse puré bajo la suela de pocos. Mandó todo a la mierda y se dedicó a organizar la rabia, como el decía, durmiendo donde fuera y comiendo si había. Lo que pasara con él, se le importaba un carajo. Había aceptado su destino cuando supo cuál era, o lo había elegido, no sé, pero sin hacer ningún drama con eso, como si la pobreza y el peligro de morir fueran una fiesta. Se había dado. Darse. Él sabía que no hay alegría más alta.
La Canción De Nosotros
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